Yo no me tomaba las psicosis muy a pecho.

Para mí, eran una estructura clínica que se podía diagnosticar con relativa facilidad.

Y como muchos de mis colegas, no concebía que fuese posible su tratamiento psicoanalítico en consultorio privado: de eso se ocupaban los psiquiatras en los hospitales.

Pero estaba equivado, y un día la psicosis me tomó por sorpresa.

Al cabo de un año de seguimiento sobre el diván, la paciente que me había dado la impresión de funcionar bajo la lógica de la neurosis obsesiva, decompensó y empezó a delirar y alucinar.

Estuvo internada en el hospital psiquiátrico y con la farmacoterapia lograron estabilizarla un poco.

Yo quedé  en shock.

No sólo yo había sido incapaz de diagnosticar la psicosis, sino que la dirección que le había dado al tratamiento era completamente inadecuada.

Entonces, para mí, todo cambió.

Busqué respuestas a mis cuestionamientos en diferentes espacios clínicos. Pero no las encontré.

Hice del diagnóstico y de las estructuras clínicas un objeto de estudio que me llevó a cursar un doctorado en París.

Me encontré entonces con la propuesta de Lacan y con los desarrollos posteriores de ciertos lacanianos.

Más vale tarde que nunca.

Y se hizo la luz. No sólo tenía ahora herramientas de entendimiento teórico de la psicosis, sino que las pistas para la acción clínica caían por su propio peso.